23 de junio de 2009

Trastorno de identidad

Pobrecita. Mi última creación sufre de un grave trastorno de identidad. Fue concebida como un polerón, pero al poco andar se sintió chaqueta. Yo, cual madre que le habla a su vientre, insistía en llamarla polerón, tanto así que terminó por creerme. Pero una vez parida, toda planchadita y ordenadita, la pobre volvió a confundirse. Ya no sabe lo que es y, a decir verdad, yo tampoco.

Todo comenzó con esta belleza de género que compré hace un par de semanas, pensado para un polerón. Ya le había hecho a la Fran dos polerones con el mismo molde y ambos resultaron un éxito rotundo, así es que decidí hacerle un tercero sin grandes modificaciones. Rescaté una de las revistas Burda que me regaló mi tía y comprobé que, a pesar de ser talla 116, el modelo era lo suficientemente grandecito como para durar un año más. Crecedorcito, que le dicen. Es que esta Burda en particular es de fines de los setenta, época en la que -aparentemente- las mamás gustaban de vestir a sus retoños con abundante espacio para la circulación (sanguínea y de presas en general). No voy a tocar el tema del largo de los vestidos de aquellos años, pero claramente se ahorraban unos buenos centímetros de tela. El concepto "mini" se aplicaba indistintamente a veinteañeras y a niñitas de dos o tres años. Freak.

En fin. Tenía yo el género todo cortadito y listo para empezar a coser, cuando se me ocurrió que el polerón podía forrarse por dentro. Tengo la impresión de que el trastorno de identidad comenzó justo ahí. O sea, que levante la mano el que ha visto un poleron forrado. No, ¿cierto? Bueno, decidí cortar el forro igual no más para decidir después si lo usaba o no.

Como siempre, bien a última hora recordé que no tenía un cierre, pero afortunadamente la señora de la cordonería de la esquina (Pecky, de aquí en adelante) me salvó la vida con un cierre separable bien fucsia, tipo chicle. Alabada seas, Pecky.


Hay telas que son una delicia para coser. Uno las pone en la máquina y como que al tiro se hacen amiguis. Una sabe para dónde quiere ir la otra y la sigue hasta el fin del mundo. Pero hay otras telas que, simplemente, son un verdadero culo. En este caso en particular, lanita rosada tipo tweed = culo. Y lanita rosada tipo tweed + bolsillo + cierre (todoenuno) = culo al cubo. Toda patisuelta (¿o debería decir lanisuelta?), la muy perversa. Y bien gruesa. Mi máquina la odió de inmediato y se negó a cooperar. Y si a eso le sumamos mis dedos congelados, el parto fue de proporciones.


En un ataque de masoquismo, decidí ponerle el forro del que había dudado en un comienzo y el gorro que ni siquiera había considerado. También decidí hacer la basta elasticada (a nadie le gusta que el frío se cuele por debajo) y durante toda una tarde fui una costurera víctima de las circunstancias, así, bien sufrida y bien orgullosa.

Pero como en toda tarea difícil, la satisfacción al ver el resultado es siempre mayor. Ahora me dan ganas de tener 7 años y poder usar la prenda esquizoide yo misma.


Es como un chicle hecho ropa.


Para que no quepa duda de quién es la dueña.

16 de junio de 2009

Última adquisición

Hace unos días caminaba por el centro con Eugenio en busca de algún Dominó que nos calmara el hambre (eran casi las 2 y es sabido que antes de la 1 mi estómago ya empieza a gruñir), cuando en plena calle Catedral, en la otra vereda, veo dos vitrinas llenas de género. Era la Casa Olivari.

Cruzamos al frente y en medio segundo se me olvidó por completo que estaba desfalleciendo por un churrasco. Ante mis ojos tenía la variedad más grande que había visto de géneros para ropa. Nada de esos lugares donde solo venden cortinas y tapices y donde terminas comprando algo que en realidad estaba pensado para transformarse en alfombra y no en un par de pantalones.

Eugenio, con su eterna paciencia, me acompañó en las cincuentaytantas vueltas que me di por el lugar buscando algo que llevar. Salir de ahí con las manos vacías nunca fue una opción. Pero ni hablemos de comprar todo lo que me gustaba (o sea, hay que cuidar el presupuesto, quiridi).

Y ahí reviví la envidia que siento cuando veo a esas mujeres que dicen "compré este género hace tiempo porque me encantó y recién ahora se me ocurrió qué hacer con él". Y así llenan cajas y repisas y bolsas y hasta piezas con las telas más lindas en espera de algún proyecto apropiado, y con el tiempo acumulan un dineral que a mí me alcanzaría para pagar todas las cuentas de un año.

Así es que me programé en modo compradora-responsable y terminé eligiendo estas dos preciosuras:


La primera preciosura es un cotelé rojo para unos pantalones de invierno (la Fran como que se está alargando y sus pantalones ya no llegan donde deberían). La segunda es un tejido bien rosado y bien retro, calientito pero que no pica, para un polerón (que nunca está de más). Y todo por menos de cuatro lucas. ¿Quién lo diría?

Nos llevamos los géneros envueltos en papel café y camino al Dominó me fui dando saltitos de felicidad como la cabra chica que soy.

13 de junio de 2009

Konnichiwa

Hace unos meses, mi suegra me regaló un género azul con florcitas y me pareció perfecto para hacerle una blusa a la Fran. Sin embargo, tras la asesoría de su padre (el de la niña, no el de la suegra), me di cuenta de que ella es demasiado cool como para una blusita de niña buena. O sea, ¡por favor!

Ya, perfecto, de acuerdo. A mí tampoco me gustaba la ropa de princesita, y por alguna razón siempre miré en menos a las niñitas que usaban vestidos con vuelos, blusas con flores bordadas y calcetincitos blancos. Yo, con el buzo que me ponía mi mamá y con el que tenía chipe libre para ensuciarme, las veía y pensaba "pobrecitas, su mamá las quiere disfrazar de muñequas y a ellas no les queda otra que agachar el moño y terminar pareciendo una torta con crema". Agrandada yo, por supuesto, si cuando pensaba eso no tenía más de ocho años. En fin.

Tras un poco de análisis decidí reemplazar la blusa tradicional por una blusa tipo kimono, cruzada adelante. Puede no ser lo más cool en su clóset, pero tampoco corre el riesgo de quedarle chica antes de que le den ganas de usarla.


Debo haber buscado durante una tarde entera algún molde de kimono en Internet, pero no encontré nada, así es que decidí adaptar el molde de una polera talla 122 que le había hecho antes. Le alargué las mangas (la polera era de mangas 3/4) e hice los delanteros cruzados. Fácil fácil.

Las amarras y el contorno del escote tenía que hacerlos con cinta al bies. (Me niego a llamarla "sesgo", así a secas, como la llaman en las mismas cordonerías donde la venden. Por alguna razón, no me sentiría cómoda entrando a la tienda y preguntándole a la vendedora si tiene sesgo.) Estuve a punto de entrar en colapso al calcular cuánto sesgo necesitaba (no, si realmente suena mal), digo, cuánta cinta necesitaba, cuando me topé con este tutorial que me salvó la vida. Un retazo bien cagoncito de 30x50 se transformó en más de 3 metros de cinta. Alabados sean los tutoriales. (El tutorial de cómo planchar 3 metros de cinta sin querer tirar la plancha por la ventana no lo encontré.)

Después de eso todo marchó sin contratiempos. El kimono casi se hizo solo.

¡Voilà!

Sí, lo sé, se apreciaría mejor con la niña dentro, especialmente porque el patrón de las florcitas hace que parezca una gran masa azul. Pero (nuevamente, tras una asesoría del padre) he decidido no publicar fotos de ella. A estas alturas, el lobo feroz debe tener Internet y quién sabe qué fotos anda buscando por ahí. Así es que mejor será usar la imaginación.

12 de junio de 2009

Mi mamá me la compró

Me encanta coser. Pero me carga dar la lata. Y por alguna razón, no puedo evitar hablar y hablar y hablar (a quien quiera escucharme y a quien no, también) acerca de todas las cosas que hago. Y de pronto me veo entregando detalles que nadie entiende y que a nadie le interesan: que me costó un mundo hacer un bolsillo, que se me rompió la aguja, que la manga, la basta y la cacha’e la espada.

Afortunadamente, todas esas personas son de lo más decentitas y me escuchan con atención y miran lo que les muestro y emiten todos los sonidos apropiados (”hmmm”, “ajá”, “tssssé”).

Pues bien, de ahora en adelante mi interlocutor será este. Podré explayarme todo lo que quiera y entregar los mismos detalles irrelevantes (porque seamos claros, a fin de cuentas lo que importa es que la ropa cumpla su propósito de vestir y no las peripecias de la costurera). Y de paso, no voy a terminar con sentimientos de culpa por haber aburrido al que tuvo la mala fortuna de toparse conmigo justo cuando yo tenía algo que decir.

Y si alguien quiere participar, comentar o solo mirar, bienvenido sea.