Todo comenzó con esta belleza de género que compré hace un par de semanas, pensado para un polerón. Ya le había hecho a la Fran dos polerones con el

En fin. Tenía yo el género todo cortadito y listo para empezar a coser, cuando se me ocurrió que el polerón podía forrarse por dentro. Tengo la impresión de que el trastorno de identidad comenzó justo ahí. O sea, que levante la mano el que ha visto un poleron forrado. No, ¿cierto? Bueno, decidí cortar el forro igual no más para decidir después si lo usaba o no.
Como siempre, bien a última hora recordé que no tenía un cierre, pero afortunadamente la señora de la cordonería de la esquina (Pecky, de aquí en adelante) me salvó la vida con un cierre separable bien fucsia, tipo chicle. Alabada seas, Pecky.

Hay telas que son una delicia para coser. Uno las pone en la máquina y como que al tiro se hacen amiguis. Una sabe para dónde quiere ir la otra y la sigue hasta el fin del mundo. Pero hay otras telas que, simplemente, son un verdadero culo. En este caso en particular, lanita rosada tipo tweed = culo. Y lanita rosada tipo tweed + bolsillo + cierre (todoenuno) = culo al cubo. Toda patisuelta (¿o debería decir lanisuelta?), la muy perversa. Y bien gruesa. Mi máquina la odió de inmediato y se negó a cooperar. Y si a eso le sumamos mis dedos congelados, el parto fue de proporciones.

En un ataque de masoquismo, decidí ponerle el forro del que había dudado en un comienzo y el gorro que ni siquiera había considerado. También decidí hacer la basta elasticada (a nadie le gusta que el frío se cuele por debajo) y durante toda una tarde fui una costurera víctima de las circunstancias, así, bien sufrida y bien orgullosa.
Pero como en toda tarea difícil, la satisfacción al ver el resultado es siempre mayor. Ahora me dan ganas de tener 7 años y poder usar la prenda esquizoide yo misma.
